Summa Cavea     Javier Hontoria

Virginia Frieyro recorre las calles cámara en mano en busca de las masas. No le basta con capturar grupitos diseminados de gente caminando o sentados en torno a una cerveza. Por el contrario, ha de recurrir muchas veces a grandes aglomeraciones, espectáculos deportivos, visitas del Papa o multitudes vociferantes en contra de la guerra, situaciones en los que esa comunidad se torna en abstracción, en amalgama informe, en superficie. Su pintura versa sobre una de las cualidades esenciales de la idea baudeleriana de modernidad: la calle y sus gentes, cualidad que nace en las Tullerías (Manet ya representó aquí a una multitud de contornos difusos y formas diluidas) y que desemboca en artistas actuales como Spencer Tunick. Pero para llegar a esa extensión abstracta, Frieyro ha partido de lo individual. Podríamos decir que la historia de su carrera hasta el momento es el camino realizado desde el sujeto hasta la comunidad. Un camino, por cierto, paralelo a ese otro que recorre la artista desde un tipo de pintura “suelta”, de trazo alegre, a otra más cerebral, más concentrada.

Hace tan solo tres años mostraba en la Casa de Galicia una serie de retratos bajo el título Tres caras y cien retratos. La exposición consistía sencillamente en eso: tres grandes retratos de casi dos metros de lado y otros cien, más pequeños, que conformaba un gran friso. Una rápida mirada al trabajo que ahora presenta en la también madrileña galería Artificial no ofrece dudas sobre la evolución de su pintura pero existe también la certeza de que en aquella exposición podían verse claramente los cimientos que hoy la sostienen.

Las obras en la mencionada exposición son close ups severos que abarcan la práctica totalidad de la superficie. Montados en un gran friso, la apariencia es la de un conjunto de sujetos o más bien una secuencia. Son retratos deudores, en principio, del Pop norteamericano, de la tradición de artistas como Alex Katz, pero no de ese Katz de factura impecable, sino de aquel otro anterior que también retratara a su gente cercana, en los años cincuenta, también con trazo rápido, heredero de sus compatriotas expresionistas, poco antes de embarcarse tenazmente en su gran proyecto de construcción de imágenes. No hay voluntad, en estos primeros retratos de Virginia Frieyro, de construir meras imágenes. Por el contrario, son retratos con alma, decididamente cálidos. Mirarlos en su conjunto es asistir a una lectura de ritmo asimétrico, como atropellado, porque se alejan totalmente del tipo de retrato de fría frontalidad y se definen como un conjunto dinámico de rostros. Un mosaico irregular de rostros.

Pero hay un retrato, uno de los grandes, el de Diego, en el que conviene detenerse. Es un rostro inexpresivo, un retrato raro, “el raro”, admite Frieyro. Recortada frente a un azul neutro, la cabeza de Diego guarda claras resonancias baconianas. Sus ojos, nariz y boca han sufrido transformaciones. Deleuze, en su ensayo sobre la pintura de Bacon habla del trazo animal de un “pintor de cabezas y no de rostros”. Este trazo animal, en tanto que drástico y violento, es visible en estos “cepillados”, siguiendo con Deleuze, que Frieyro aplica también sobre el rostro de Diego. Entiendo que este cuadro es determinante, es el punto de arranque del abstracto devenir del trabajo de Virginia Frieyro. La brusca disolución de las formas, la eliminación de los rasgos y por tanto, de toda información, convierten a este rostro en una extensión anónima. A partir de aquí solo parece haber un camino posible.

Como Alex Katz, Virginia Frieyro se echa pronto a la calle. Si ha hecho una abstracción partiendo de grandes close ups de individuos cercanos, ¿por qué no situar al individuo en un contexto más amplio, en una aglomeración, por ejemplo, y dejar que se diluya entre las formas de la ciudad? ¿No es acaso ésta una estrategia proporcional? Sólo vemos ahora las ropas de las personas, los carteles de la calle, los toldos de las tiendas. El individuo, en su indefectible caminar hacia el anonimato, ha acabado por desaparecer, se ha evaporado. Virginia Frieyro presenta la novedad de la acuarela en los cuadros de este nuevo grupo de trabajo. No hay una tradición de acuarelistas urbanos. La ciudad nunca ha sido un marco propicio para una práctica que tiene mucho de azaroso. Tiene, creo, más que ver con la naturaleza y sus caprichos (pienso evidentemente en Turner) que con las líneas férreas y los bruscos ángulos del espacio urbano. Podríamos decir que la acuarela no tiene grandes dotes descriptivas. Pero la cámara fotográfica, en el sentido que propuso Barthes, si.

Vi por primera vez un cuadro de esta serie en la convocatoria de Generación 2005 en La Casa Encendida. Para este catálogo se pidió a cada uno de los artistas seleccionados un pequeño texto introductorio de su trabajo. El de Virginia Frieyro era una breve pero minuciosa descripción de lo que acontecía en la Gran Vía cerca de la Plaza de Callao: “Una pareja joven se dirige hacia la Plaza de Callao, él con chanclas de velcro, ella con abarcas menorquinas, camisa tendencia hippie y bolso estampado…”. Es evidente que estos cuadros muestran una realidad fragmentaria, que algo nos falta. Me acuerdo, otra vez, de Roland Barthes, cuando, en sus Incidentes, realizaba brevísimas descripciones de su entorno: “Un tal Ahmed, cerca de la estación, lleva un jersey azul celeste con una bella mancha grasienta de color naranja en la pechera”. Una realidad, ésta que vio Barthes, concreta y visible pero una realidad a todas luces fragmentaria. La cuidada descripción de Virginia Frieyro contrasta con la desinformación que dimana de los individuos, convertidos ya en masa, sólo reconocibles por sus atributos. Serán estos atributos la única posibilidad descriptiva de ahora en adelante en imágenes que ya poco nos cuentan, que simplemente son, que se valen por sí mismas, descartando toda opción narrativa para reafirmarse en lo que son: superficie, piel.

Diluidos definitivamente en una suerte de macrocomunidad, perdida ya la identidad individual, nuestro único signo diferenciador es el peto que nos acredita como participantes en esta maratón, un peto que, por otra parte, es igual al de la persona que está a nuestra izquierda, a nuestra derecha, el de un poco más allá…o como en ese grupo de clones trajeados, concentrados, en corro, en el centro de la superficie del lienzo. Virginia Frieyro ha perdido ya toda la ilusión por contar historias, por expresar, por conocer. El individuo es ahora uno de los millones de píxeles que conforman una imagen. Sin querer sonar demasiado dramático, en estas pinturas últimas no pasa nada si no estamos.

Porque estos cuadros recientes subrayan una idea que se ha estado gestando desde aquel retrato raro presentado en la Casa de Galicia. Del rostro definido hemos pasado a una superficie abstracta que guarda resonancias paisajísticas. Pero es un paisaje plano, en el que la idea de profundidad, de percepción tridimensional ya no tiene importancia alguna (como apreciábamos en cuadros no muy lejanos como Palacio de la Música), con rostros anónimos que hacen las veces de facetas en los cuadros cubistas. Este es, también, a su manera, un complejo sistema de miradas.

Hay uno cierto grupo de artistas trabajando en la actualidad que hablan de sociedades anónimas en diversos contextos. Zhang Huan, Vanessa Beecroft y Spencer Tunick introducen al individuo en comunidad, muchas veces desnudo. Para ellos no hay lugar a distinción alguna entre los integrantes de estas comunidades. Spencer Tunick construye paisajes a partir de individuos. Da igual que sean hombres o mujeres. Lo importante es que generan una superficie. Virginia Frieyro se acerca cada vez más a estos colectivos y a medida que lo hace subraya el nuevo carácter bidimensional de su pintura. Aún hoy podemos discernir, ya vagamente, algunos de los contextos que le sirven como fuente, estadios, conciertos…Me pregunto si la artista acabará por eliminar toda referencia, todo principio literal, en su inexorable trayecto hacia una suerte de grado cero. Buena parte de su obra es ya fragmento de un fragmento. Además, la factura de la pincelada es ahora otra. Mientras antes mantenía un trazo suelto, ahora los contornos son más claros, más precisos y por lo tanto la imagen resultante es decididamente más limpia, más fría. Se me ocurre que a medida que Virginia Frieyro se acerca a sus motivos su pintura se irá convirtiendo en una gran mancha, en un gran campo de color o de no-color, porque no hay que olvidar que es una pintura de no presencias, un caudaloso fluir de formas anónimas, una pintura espectral.